Santi no desaprovecha ocasión para traspasarme su devoción por Feynman, cosa, por otra parte, que nunca le agradeceré lo suficiente. En su última visita me regaló una nueva biografía que voy leyendo poco a poco porque sería un crimen ir a toda mecha sin mirar hacia los lados. Por así decirlo, el libro es una máquina de hacer pensar en lo esencial. Muchos libros lo son, desde luego, pero éste me abre vías por las que nunca suelo transitar. O por las que transito con desgana por no ser muy consciente de los inmensos regalos que me ha hecho la vida. Mi relación con la ciencia propiamente dicha siempre fue un tanto despectiva, incluso cuando le estaba dedicando considerables esfuerzos. Siempre me pareció que eran mucho más interesantes y rentables las especulaciones en el vacío que son todas esas pseudociencias, o ciencias blandas como también se las suele llamar. Especular con conjeturas y suposiciones para llegar a veces a conclusiones brillantes... a las que se les va el brillo en dos días. Observar los comportamientos del ser humano no niego que es una de las cosas más entretenidas que se pueden hacer en la vida, pero sirve para muy poco porque a la hora de la verdad todo queda reducido a alfa, beta y gamma. Lo de aquel pepino de mar que un día nos explicaba aquella guapa científica sueca: lo mismo que los humanos, comer y reproducirse.
La ciencia es otra cosa. Es indagar en hechos concretos, medir, calcular y, sólo después, extraer conclusiones que deben ser confirmadas por la realidad, si no por los siglos de los siglos, sí hasta que un nuevo hallazgo más sofisticado venga a desmentirlo. Es cosa, en definitiva, para la aristocracia del pensamiento. O, dicho de otra manera, para los que más se acercan a la condición de dioses. Descubrir el número e y sus prodigiosas propiedades se me antoja algo poco humano, desde luego. De humanos en todo caso será llegar a comprender por medio del más sublime de los esfuerzos la esencia de ese prodigio que un casi dios desveló para nosotros.
El caso es que el otro día paseando por El Sardinero en compañía de Pedro M. nos topamos con un colega que yo no hubiese reconocido. ¡Tantos años han pasado ya desde que me fui de Valdecilla! El hombre se mostró muy afable conmigo y en medio de la conversación recordó que yo había sido el que les había descubierto el mundo de los gases en la sangre. Vaya, me dije, a lo mejor mi paso por este mundo no ha sido tan estéril como tiendo a pensar. No es que tuviese entonces un subidón, pero sí que me atreví a considerar el esfuerzo que había tenido que hacer para llegar a tener una idea bastante aproximada de lo que son los pulmones y de como interreaccionan con el resto del organismo. Bien es verdad que tuve la inmensa suerte de tener un gran maestro, pero ya saben que eso de nada sirve si no se es un buen alumno, permítanme la inmodestia.
Lo de los gases en la sangre es una cosa que, no se vayan a creer, tiene una importancia decisiva tanto para conocer con exactitud el estado de muchos pacientes como para saber cual es la terapia adecuada que hay que aplicarles. Hasta principios de los años setenta en España casi nadie sabía una palabra del asunto. Sin embargo, no era algo nuevo. Lo sé porque durante los años que estuve en Oviedo solíamos recibir en verano en el departamento de fisiología en el que trabajaba la visita de Grande Covian que andaba por la ciudad de vacaciones y se debía aburrir. Se tiraba el hombre allí toda la mañana contándonos historias de cuando en los años veinte estaba en un centro de investigación en Copenhague donde se dedicaban a estudiar precisamente lo que nosotros ya hacíamos de rutina. O sea que en los años veinte había en Europa gente que sabía medir la difusión del oxigeno y del anhídrido carbónico a través de la membrana alveolo-capilar. Y lo hacían con monóxido de carbono, exactamente igual que nosotros cincuenta años después. Sí, efectivamente, en los años setenta la ciencia todavía estaba muy atrasada en España y seguramente el régimen político imperante tenía algo que ver en ello, aunque, por otra parte, esa relación causa efecto convendría tomársela con el debido distanciamiento porque por más probable que sea nunca podrá pasar de ser una mera conjetura.
En fin, no les cuento más batallitas y eso que con lo de los gases y demás tuve que librar muchas para vencer las reticencias de los viejos del lugar que, precisamente, porque no sabían nada del asunto estaban convencidos de que sabían todo lo que había que saber al respecto. Pelillos a la mar en definitiva.
Resumiendo, en lo sucesivo me voy a dejar de mandangas y voy a dedicar lo que me queda a aprender lo que pueda sobre lo que se puede demostrar con números. Porque es lo más divertido de todo, créanme. Y miren vídeos de Feynman en youtube que verán que entretenidos son.
La ciencia es otra cosa. Es indagar en hechos concretos, medir, calcular y, sólo después, extraer conclusiones que deben ser confirmadas por la realidad, si no por los siglos de los siglos, sí hasta que un nuevo hallazgo más sofisticado venga a desmentirlo. Es cosa, en definitiva, para la aristocracia del pensamiento. O, dicho de otra manera, para los que más se acercan a la condición de dioses. Descubrir el número e y sus prodigiosas propiedades se me antoja algo poco humano, desde luego. De humanos en todo caso será llegar a comprender por medio del más sublime de los esfuerzos la esencia de ese prodigio que un casi dios desveló para nosotros.
El caso es que el otro día paseando por El Sardinero en compañía de Pedro M. nos topamos con un colega que yo no hubiese reconocido. ¡Tantos años han pasado ya desde que me fui de Valdecilla! El hombre se mostró muy afable conmigo y en medio de la conversación recordó que yo había sido el que les había descubierto el mundo de los gases en la sangre. Vaya, me dije, a lo mejor mi paso por este mundo no ha sido tan estéril como tiendo a pensar. No es que tuviese entonces un subidón, pero sí que me atreví a considerar el esfuerzo que había tenido que hacer para llegar a tener una idea bastante aproximada de lo que son los pulmones y de como interreaccionan con el resto del organismo. Bien es verdad que tuve la inmensa suerte de tener un gran maestro, pero ya saben que eso de nada sirve si no se es un buen alumno, permítanme la inmodestia.
Lo de los gases en la sangre es una cosa que, no se vayan a creer, tiene una importancia decisiva tanto para conocer con exactitud el estado de muchos pacientes como para saber cual es la terapia adecuada que hay que aplicarles. Hasta principios de los años setenta en España casi nadie sabía una palabra del asunto. Sin embargo, no era algo nuevo. Lo sé porque durante los años que estuve en Oviedo solíamos recibir en verano en el departamento de fisiología en el que trabajaba la visita de Grande Covian que andaba por la ciudad de vacaciones y se debía aburrir. Se tiraba el hombre allí toda la mañana contándonos historias de cuando en los años veinte estaba en un centro de investigación en Copenhague donde se dedicaban a estudiar precisamente lo que nosotros ya hacíamos de rutina. O sea que en los años veinte había en Europa gente que sabía medir la difusión del oxigeno y del anhídrido carbónico a través de la membrana alveolo-capilar. Y lo hacían con monóxido de carbono, exactamente igual que nosotros cincuenta años después. Sí, efectivamente, en los años setenta la ciencia todavía estaba muy atrasada en España y seguramente el régimen político imperante tenía algo que ver en ello, aunque, por otra parte, esa relación causa efecto convendría tomársela con el debido distanciamiento porque por más probable que sea nunca podrá pasar de ser una mera conjetura.
En fin, no les cuento más batallitas y eso que con lo de los gases y demás tuve que librar muchas para vencer las reticencias de los viejos del lugar que, precisamente, porque no sabían nada del asunto estaban convencidos de que sabían todo lo que había que saber al respecto. Pelillos a la mar en definitiva.
Resumiendo, en lo sucesivo me voy a dejar de mandangas y voy a dedicar lo que me queda a aprender lo que pueda sobre lo que se puede demostrar con números. Porque es lo más divertido de todo, créanme. Y miren vídeos de Feynman en youtube que verán que entretenidos son.
La verdad es que el que te quería llevar era una selección de capítulos de su curso de física que hicieron hace unos años, pero se me olvidó en el despacho y al hacer la maleta no tuve tiempo de recogerlo. Es verdad que esta biografía hay que leerla con calma; cómo se imbrican la obra y la vida de uno de los seres humanos que mejor se lo pasó sobre la tierra en el siglo XX. Ahí es nada.
ResponderEliminarVida y obra. ¡Que pocos lo consiguen!
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