martes, 27 de octubre de 2015

Florette

Buena la hemos hecho. Resulta que ya ni un bocadillo de chorizo de Salamanca vamos a poder comer. Esto tiene que ser cosa de los de Florette. ¡Hala, todos a comer yerba! A pacer como las vacas. 

En una época en la estuve alojado en la Pensión Leonesa de Valladolid, en la calle Correos, una trasera de la Plaza Mayor por su lado de poniente, solía compartir mesa con gente de lo más variopinta, desde músicos de cabaret a representantes catalanes de cuellos de camisa y puntillas de organdil, pasando por vendedores ambulantes de miel de la Alcarria y chorizos de Salamanca. El choricero se presentaba un buen día y colgaba su mercancía en unos palos que a tal efecto había en los bajos de la pensión. Luego, cada día cargaba una porción a sus espaldas y se echaba a las calles a poner a prueba su laringe: ¡choriiiizo de Salamanca! En menos de una semana lo liquidaba todo. La pensión la pagaba con mercancía así que allí nunca faltaban chorizos para una emergencia de las que, por supuesto, había noche sí y otra también. Como nos solíamos recoger bien avanzada la madrugada, muertos de hambre y fatiga de tanto hacer por ahí el tarambaina, era frecuente que coincidiésemos en la puerta, a la espera del sereno, con los músicos y coristas de Alaska, el cabaret de la Plaza Cantarranas. Lo suyo entonces era que el hambre venciese a la fatiga y alguien propusiese, generalmente las coristas, despertar a Silvano para que nos sacase una botella de vino y un chorizo de aquellos que guardaba en su cámara de los tesoros. Silvano y su querida Olvidito nunca nos fallaban. Chorizo, vino y un pan candeal de los de antes de la revolución verde. Y nos metíamos todos, sereno incluido, en cualquier habitación a dar cuenta del refrigerio mientras se contaban historias. ¡Dios, cómo disfrutábamos aquel chorizo! Me parece que fue ayer de lo bien que lo recuerdo. 

El caso es que después, cosas de la vida, las circunstancias me llevaron a ejercer de censor gastronómico en pleno corazón de la industria chacinera. Pasaba a la sazón una consulta de corazón y pulmón en un ambulatorio de Salamanca. Mis clientes venían todos de los pueblos del lado de la raya con Portugal. Cuidad Rodrigo y alrededores. Farinatos, por tanto, los más. Las obesidades con su rastro de secuelas eran moneda corriente. Arritmias, ondas t planas o invertidas, ortopnea, nicturia, en fin, todas esos síntomas relacionados entre otras cosas con el consumo desaforado de chacina. ¡Pues algo hay que comer!, casi me gritaban indignados cuando yo les conminaba a bajar el pistón chacinero. Y entonces yo les solía hacer el chiste del pollo que ninguno entendía. Les recomendaba comer menos chacina y más pollo e invariablemente se defendían de la agresión argumentando que los pollos de hoy no saben a nada. Entonces es cuando yo les preguntaba: ¿y cuando los pollos sabían a algo usted los podía comer? Nadie me contestaba, por supuesto. Ya te digo, cuando los pollos sabían a pollo sólo se comían el día de la fiesta del pueblo y por Navidad y, eso, sólo en casa de los ricos. Y en la del médico del pueblo todos los domingos porque se los regalaban. 

Total que, la chacina cancerígena, los pollos no saben a nada, las vacas con sus pedos están acabando con la capa de ozono, los peces tienen una concentración en metales pesados totalmente nefrotóxica... lo tenemos chungo, la verdad, para la cosa de los aminoácidos esenciales. Y sin ellos, mucho me temo, todos lelos. O veganos, que tanto da. ¿O es que no han conocido ustedes a alguno de esos? Suspirando siempre por la vuelta al "estado de naturaleza". Ya verán, acabaremos todos con el rabo al aire y olfateando ojetes. Pero eso sí, no nos moriremos nunca. 

2 comentarios:

  1. Esto es culpa de Franco, que nos metió en la ONU. Luego dicen que la Memoria Histórica es una bobada...

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    1. En tiempos de Franco teníamos catalogadas 17 profesiones de componente laringeo: Colchonero, paragüero, piñero, arenera, churrero, cartero, mielero, choricero, chatarrero, afilador, etc. Ahora, si queda alguno de esos oficios, pregona con altavoces. Una caca.

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