Así es que, prisioneros de su actitud acomodaticia, la vida les da pocas oportunidades de ponerse a pensar. Les ha sido dado como por ensalmo su perro, su coche, su vivienda, su segunda vivienda y, como no podría ser menos, su correlativo espiritual, es decir, un amor propio que se lo pisan. Viven convencidos de que todo lo que tienen lo deben a su mucha inteligencia. Son los mejores y viven en el mejor lugar del mundo así que, a qué extrañarse que sean los sujetos de la envidia de tantos y tantos, empezando por sus sarnosos vecinos.
Hasta que se empiezan a ver signos de que los sarnosos no lo son tanto y que el propio paraíso muestra sus grietas. Es evidente que lo uno por lo otro. Nos están robando. Hay que defenderse. Som i serem, como dicen en no sé donde. Siempre en manada que es donde menos se notan las propias carencias y los defectos, al ser compartidos, se consideran virtudes.
En fin, ya conocemos el rollo, porque desde que tenemos memoria histórica no ha habido grupo humano que no se haya considerado el mejor de todos y, también, que cuando ha visto tambalearse tan estúpida convicción no haya cercenado toda contradicción interna para que no se cuestione la maldad del enemigo que ha provocado el declive. Lo demás, el líder que encizaña, ya, por añadidura.
Si yo fuese Dios, con permiso de Buñuel, promulgaría una ley que iba a acabar con todas estas mamarrachadas en un santiamén. Consistiría en obligar a todo el mundo a vivir por lo menos las tres cuartas partes de su vida a una distancia prudente, 500 ó 1000 kilómetros al menos, de donde han nacido. Ya ven qué sencillo.
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