viernes, 18 de octubre de 2013

La huella del pie



Que el ser humano, en su infinita inocencia, siempre anda soñando con el paraíso nadie podrá negarlo. Y nunca para de hacer tonterías, incluso la de partirse el espinazo, con la pretensión de hacer realidad ese sueño. Una vez conseguido, conjetura, todo será acercarse al super a por chuletas para hacer después una barbacoa en el jardín rodeado de familia y amigos. Y así todos los días. Bueno, de vez en cuando, piensa, me tomaré un respiro en una playa caribeña. Claro, el pobre ignora que en las playas caribeñas de tanto en tanto aparece la huella de un pie desnudo y todos los castillos en España se vienen abajo. 

Lo de la tierra prometida, aunque parece lo mismo, nada que ver. Es un sitio al que se llega después de muchos años de desierto para poder cultivar unos campos que se suponen fértiles. O sea, que las pasas muy canutas antes de poder trabajar con normalidad. En cualquier caso, aunque nunca se suele llegar del todo, la cosa parece que tiene más sentido. Al fin y al cabo no otra cosa hacemos cuando nos ponemos a aprender cualquier cosa que, cuanto más difícil es, más penoso es el camino y más fértil el campo que nos promete. 

Por así decirlo, lo del paraíso es una aspiración dionisiaca y la tierra prometida, apolínea. Y en esto conviene que no haya confusiones porque de ellas se pueden derivar males mayores. Y es que no han sido pocas las veces que se ha intentado ir en comandita, fumando porros y tal, a la tierra prometida y han acabado cayendo todos por el despeñadero. Quizá es que se tomaron al pie de la letra aquella leyenda de la Biblia sin tener en cuenta que las leyendas son eso, leyendas, o sea, fundamentalmente cuentos que promueven emociones empalagosas en la gente inculta. En la culta, prevenciones.

Pensaba en estas cosas porque uno no para de buscarle los tres pies al gato de la realidad en la que vive. Mi impresión es que aquí lo que predomina es la idea de paraíso más que la de tierra prometida. Incluso, como decía, aunque muchos piensan en tierra prometida, como van tots plegats, a donde en realidad quieren ir es al paraíso. Un lugar en el que el mayor esfuerzo a realizar no será mayor que el que hay que hacer para pelársela. Vana ilusión.

Nunca olvidaré mi primera lectura de Robinsón Crusoe. Como era un niño rebelde me regocijaba que Robinsón desoyese los consejos de su padre aunque de ello se derivasen no pocos malos trances de los que le sacó un ángel de la guarda bastante eficaz. Al final consiguió llegar a una playa desierta venciendo con su destreza a una terrible resaca. Yo había pasado por un par de episodios semejantes, aunque de baja intensidad, en la playa de Somo y ni les digo la emoción que me produjo la lectura de ese pasaje. En fin, que ya en la playa, como quien dice, tenía el paraíso al alcance de la mano. Todo le venía dado como en un juego de niños: una vivienda fortificada, un rebaño, un huerto, una segunda vivienda en el campo... lo que más dificultades le puso fue la construcción de un paraguas. En su soledad, parecía un hombre feliz. Nunca nadie dispuso más a su antojo de su tiempo. Hasta que, ¡maldición!, la huella de un pie humano en una playa de la isla. Fatal incertidumbre que le coloca al borde de la locura. En adelante se lo tendría que currar. Por así decirlo, del paraíso pasó a la conquista de la tierra prometida y, entre otras cosas, dejó de aburrirse. Porque es que era eso, de puro bien que lo tenía organizado todo ya había caído en una especie de canto jeremiaco que auguraba un futuro funesto. Por así decirlo, con aquella huella vino Dios a verle. 

Perdonen el desvarío, pero es que creo que esto de la crisis, esa que tanto está dando que hablar, es en cierta medida como la huella del pie, un sobresalto que está obligando a mucha gente a abandonar la idea de paraíso y ponerse a buscar la tierra prometida. Otros, la mayoría quizá, piensan que se está bien instalados en el canto jeremiaco al que les había aupado la larga bonanza pasada que se daba por perenne.  
 

 

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