miércoles, 5 de febrero de 2014

Casonas



Rosa Virginia y Maria Gabriela son las hijas del que fuera excelso presidente de Venezuela hasta que un maldito cáncer se lo llevó por delante hace ya casi un año. Bien, pues lo maravilloso del asunto es que se da la circunstancia de que Rosa Virginia y María Gabriela hacen como si no se hubiesen enterado de que pasó lo que pasó y siguen aferradas a la vida que llevaban cuando su papaíto vivía. Siguen residiendo en "La Casona", que así es como se llama la residencia presidencial y, al parecer de los vecinos, que ya no pueden más, montan allí a diario unas fiestas que para mí las hubiese querido yo cuando todavía mi glándula pineal segregaba hormona del crecimiento con generosidad. 

Para un hidalgo montañés como yo -cántabro dicen ahora los desclasados, que son casi todos-, oír la palabra "casona" y sentir cómo, de qué manera, un torrente de emociones se lleva por delante la razón es lo más normal del mundo. La casona es el símbolo por antonomasia de pertenencia a una casta de semidioses. Posee una, instálate en ella, y ya puedes pasarte el resto de la vida mirándote el ombligo sin la menor preocupación por ser incomprendido. Todo el mundo a tu alrededor, puedes estar seguro, sentirá una envidia que se muere cuando da en pensar en ti. Tu prestigio será proporcional a la altura de los muros de la patria tuya. 

Así siendo las cosas, no les quepa la menor duda, por qué habría de extrañarnos que cualquiera de aquí en siendo tocado por la diosa fortuna no tenga en mente otra cosa que agenciarse la dichosa casona. Así, seguro que piensan, a un presente triunfal le añadiré el venir de un linaje glorioso. ¿Quién puede dar más? Bueno, qué nos van a contar de estas cosas a los montañeses que no sepamos si, como quien dice, todos los esfuerzos que realizamos en las Américas durante siglos se fueron por el desagüe de las casonas, no quedando al presente sino montones de piedras que en ocasiones dan cobijo a algún negocio hostelero. Aunque, en honor a la verdad, todo hay que decirlo, no siempre fue así, que mi tío y padrino, Adolfo, que vivió la revolución mexicana y se trajo de allí una fortunita, no se gastó un duro en alharacas y puso todo su capital a producir mientras vivía en un modesto piso de una calle anodina. Y fue recompensado, claro, aunque solo sea en los recuerdos que hoy día tienen de él sus hijos. Sin duda tío Adolfo fue un tipo duro y clarividente. E incomprendido, bien sur. 

Pero, excepciones aparte, lo común es lo común, o sea, esa mezcla de vanidad y estulticia que deviene en soberbia y a la postre en decadencia. Claro exponente de lo cual, como les contaba, son esas Rosa Virginia y Maria Gabriela. En su casona montañesa de Caracas disfrutan los últimos días de vino y rosas mientras todo el tinglado que montó su papaíto se desmorona. Desde luego que los Chávez si  no fueron montañeses, bien que merecían haberlo sido.  


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