Luego, cuando anduve por la Cataluña interior conocí a una ucraniana que ejercía de camarera en un restaurante de La Panadella que solía frecuentar. Era una mujer de esas que se dice de bandera. La típica femme fatale que alegraba la vista y los pensamientos de los camioneros y campesinos que recalaban por allí. Por lo que pude saber era una mujer casada con varios hijos y formal a carta cabal. En realidad no me sorprendió nada porque no hacía mucho había leído un librito de Camille Paglia que trataba el tema de ese tipo de mujeres. Según aseguraba, no las hay más fieles y dedicadas de por vida al hombre que han elegido.
Después, el verano pasado, con motivo de haber contratado a una empresa para que arreglasen el piso en el que ahora vivo, conocí a un padre e hijo de aquella procedencia. En realidad fueron ellos los que hicieron todo. Por lo menos todo lo que quedó medianamente bien. De los autóctonos, como en el tango, mejor no hay que hablar. El caso es que a la par que eficaces eran francamente agradables. Nunca pusieron una mala cara cuando les hice alguna sugerencia de las que exigen trabajo suplementario. Eran increíbles, hacían de todo y lo hacían bien por sueldos que cualquier manazas español hubiese despreciado. El padre cobraba 1300 al mes y el hijo no llegaba a los 1000. En realidad fueron ellos los que me hicieron cambiar de opinión respecto a ese casi tabú que es lo de meterse en obras.
Viene a cuento lo dicho por haber estado ayer escuchando el discurso lanzado por una tal Timoshenko a los ucranianos congregados en una plaza de Kiev. Por lo visto ha habido allí estos días más que palabras. Como setenta muertos o así ha sido el peaje pagado por intentar resolver sus querellas, que ya digo, después de escuchar el citado discurso llegué a la conclusión de que no las han resuelto en absoluto. Porque es que la tal Timoshenko, que por cierto nunca me ha gustado a causa de esa trenza con la que toca su cabeza, más que liberada y vencedora parecía cautiva y derrotada a juzgar por la vehemencia y constancia con la que pedía venganza. Así, pensé, no se llega a ningún lado. Y, luego, toda la puesta en escena. Como para remachar aún más la maldad de los presuntos derrotados, venía de la cárcel la tal en silla de ruedas. Por la energía desplegada en su discurso de horas, juraría que no la necesitaba para nada. Esa gente, o esos dirigentes, no hay forma de que aprendan. Quizá sea debido a que algo en el ambiente condiciona irremisiblemente su forma de razonar. Malthous hubiese dicho que era el exceso de población: la necesidad imperiosa de matarse unos a otros para hacer sitio. Pero con lo grande y rica que es Ucrania y la buena gente que parece haber allí... no sé, para mí que tiene que ser otra cosa. Algún tipo de patología de cariz sentimental que es el que hace ir a la Timoshenko a todas partes con la trenza alrededor de la cabeza. ¡Ménudo curre cada mañana! Y bueno, eso por no hablar de la dacha que se ha hecho construir la segunda parte de la parte contratante, el tal Yanukovich, que es que sólo para limpiar eso y tenerlo medianamente adobado necesitas a medio ejercito rojo y una buena parte de los cosacos del Don. No sé, ya digo, como Dios no quiera remediarlo tendremos Ucrania para rato en las pantallas.

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