Así es que uno de los rabos de mosca que más nos gusta atar es el las ciudades y su particular calidad de vida. ¡Fíjense, calidad de vida! Es que puede haber un rabo de mosca más escurridizo. Tan ligado como está dicho concepto a los estados de ánimo que propician los diversos caprichos del azar. Pero, así y todo, por más que lo sepamos, para poder sobrevivir al escepticismo asesino, tenemos que hacer el paripé de la objetividad. Por eso hablamos de las características de esta ciudad o aquella como si fuesen verdades incontrovertibles que, por ser tal, admiten fácil comparación. Concretamente, aquí en España, es deporte nacional donde les haya comparar las dos grandes metrópolis, Barcelona y Madrid, que, qué duda cabe, tienen sus diferencias, pero sólo si se las mira muy de cerca, es decir, como quien se mira el ombligo. Vistas a cierta distancia, se lo digo con la perspectiva a la que tengo derecho por haberlas gozado y sufrido con profusión, son tan parecidas que sólo las circunstancias momentáneas de cada lugar dan base al cansino negocio de las pequeñas preferencias.
Les cuento esto porque han llegado a mi conocimiento los resultados de un ranking más, el de las ciudades con mejor calidad de vida, elaborado por una empresa especializada en tan controvertida cuestión. Bien, pues Madrid está en el puesto 50 y a Barcelona ni la cita el artículo, pero seguro que está en el 51 o el 52 porque no podría ser de otra forma. Las mejores, hasta los tontos lo sabían ya, son las de habla alemana. Y algunas anglófonas, pero, claro, en Canadá y Nueva Zelanda.
¿Cuáles serán los criterios que han sido elegidos para elaborar el mentado ranking? Desde luego que el clima o la geografía no han debido de ser porque en ninguna de las ganadoras te puedes quitar el abrigo a la primera de cambio para ponerte el bañador. El ¡¿Vamos a la playa?! de Santander, por poner un ejemplo, ha debido pasar desapercibido para los elaboradores de la encuesta. Más probable, pienso, que hayan tenido en cuenta los elementos que, en vez de con el azar, tienen que ver con el desarrollo humano. El civismo y todo eso.
En realidad el civismo, si no ando equivocado, es la conciencia inequívoca de que el otro existe. Parece una perogrullada, pero hay que ver lo que cuesta aceptarlo. El otro, ese infierno del casi siempre se quiere escapar por la puerta equivocada, o sea, por medio de la negación de su existencia. Porque si le aceptas ya puedes ir reprimiendo tus impulsos más primarios, es decir, todos esos que, por decirlo al hispánico modo, te salen de la punta el nabo. En fin.
El caso es que lo de las ciudades alemanas yo ya me lo suponía porque como no hay semana que no me dé una vuelta por alguna de ellas ya sé de que pie cojean. Para empezar, no se ven apenas coches. Claro, desde la perspectiva de un español es alucinante. Tener que prescindir de media alma casi. O más de media. Y sin embargo no parece que aquella gente lo lleve mal. Como lo de ir a divertirse, tomar copas y así, a lugares donde no se moleste a nadie. Para un español parece casi un oximorón, un imposible, lo de divertirse sin molestar al vecindario, pero para un alemán es condición sine qua non... porque ¿cómo te vas a divertir si sabes que estás molestando? Desde luego que los alemanes no, porque, entre otras cosas, el miedo a lo se les puede venir encima se lo impide. Bueno, para qué seguir si todo el mundo conoce las enormes diferencias que se producen a causa de un mejor o peor uso de la cabeza. Porque, no nos engañemos y hablemos claro de una vez, si una ciudades son más bellas y vivibles que otras no es por otra cosa que por la calidad de las cabezas de sus habitantes. Están más cultivados, son más inteligentes, lo que quieran, pero son mejores y no hay más que hablar. ¡Ay, las cabezas, qué caro nos sale no saber distinguirlas!
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