Borsalinos
Por Malasaña, cerca de Bilbao, me meto en un restaurante de nombre Este-O-Este. El menú me hace pensar que tiene que ser cosa de medio moros. Ha sido por el cous-cous más que nada que me haya decidido. No había clientes cuando he llegado y me han pasado a un reservado al fondo. De inmediato me ha llamado la atención que el único decorado eran nueve círculos formando un rombo sobre una de las paredes. En cada círculo un rostro. En el vértice superior Nietzsche. En el inferior Sartre. Por el medio, Heidegger, Shopenhauer, Kierkegaard, Spinoza, Unamuno... Sócrates en el centro y no recuerdo quién más, en cualquier caso no anglosajón. Quién ha puesto eso ahí, he preguntado al camarero. He sido yo, son mis preferidos, me ha contestado. Pues intimida comer bajo semejante mirada, he rematado. Ha sonreído y se ha ido a lo suyo. Y yo a lo mío que era un surtido de humus y falafeles. Estaba divino, pero me ha sabido a poco. Después me ha traído el cous-cous, que lo mismo. De postre, yogurt griego con miel y nueces. Por diez euros, qué más se puede pedir. E incluso he agradecido la relativa escasez que, qué duda cabe, es signo de refinamiento donde los haya en estos tiempos que corren. Al salir le he preguntado que de donde era y me ha dicho que del Kurdistan. Le he contestado con un ¡oh! ligeramente admirativo y le he preguntado que si peshmerga. No eso es de las montañas. ¡Ah!, y he salido sin más, pensando, eso sí, que qué mundo más curioso éste.
Estos paisajes que tantas veces he recorrido en bicicleta y que ahora veo desde el tren. Allí al fondo, por levante, se adivina la esbeltez de "la Moza de Campos". También por aquí descubrí un mundo que es todos los mundos. No hay millas de oro, ni luces de colores, ni restaurantes kurdos, ni mariachis, ni estatuas humanas desafiando la gravedad, ni borsalinos con guitarra que cantan "obi, obá, cada día te quiero más", pero el verde incipiente de los campos avisa de que Perséfone ya metabolizó el grano de granada y está a punto de escapar de los infiernos para convertirse en Demeter. Una explosión de vida que los vientos mecerán y el sol dorará... hasta que Perséfone se vuelva tragar el grano. Los ritmos sagrados de la naturaleza. Aquí y en todo el mundo. La esencial y fatal identidad de todo lo que existe.
Y en esto que levanto la cabeza y compruebo que estamos parados en Alar. Veo la casa en la que me demoré tres o cuatro años. Tres o cuatro años que bastaron para renacer, vivir, tragar el grano de granada... y vuelta a empezar en el campo al que me arrojaron los vientos. No sé, ya veremos en que para la cosa. De momento tenemos el solsticio a la vuelta de la esquina y eso también es renacer. Habrá que pensar porque si, a lo mejó, me compro un borsalino y agarro la guitarra y voy a la calle Preciados a tocar rumbitas...
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