No seré yo, Dios me libre, el que se escandalice por tales actos de vandalismo. Tengo memoria y recuerdo perfectamente el sentimiento de entre orgullo y placer que me producía acertar con el tiragomas en una bombilla del alumbrado público o el cristal de un ventanuco de cualquier cabaña deshabitada que encontrábamos durante nuestros interminables deambulares esperando la hora de ir a casa a repostar. Por decirlo poéticamente esas cosas forman parte de la educación sentimental de cualquier persona que aspire a una vida adulta normal. Ese afán destructivo que aflora con la adolescencia y se va marchitando a medida que se va dejado de adolecer lo que no siempre es el caso. Pero ¿por qué ese afán?
Por mucho que desde que Freud pusiera las cartas boca arriba muchos se crean que ya tienen la respuesta exacta yo lo dudo. Ese matar al padre simbólicamente que se pretende ver en cada acto violento puede ser una muy bella lucubración, pero un poco pasada de moda ya que da la impresión de que ni su padre ni nadie impide a los jóvenes acostarse con quién les dé la gana, incluida su madre. Así están las cosas y la teoría de la represión sexual tan cara a los sesentaiocheros es, como demuestra la realidad actual una antigualla ridícula. Los muchachos follan a triscapellejo y sin embargo siguen necesitando romper lo que sea que se les ponga a mano y ponerlo todo hecho un asco.
Lo que sí doy por cierto es que romper calma la rabia. Rabia que seguramente es producida por la natural falta de claves para comprender el mundo que se padece en la juventud. Te empiezas a desprender de los padres antes de encontrar tierra firme donde sustentarte con firmeza. Ese doloroso tambaleo se lleva mejor si se lo puedes achacar a factores externos: si encuentras culpables, puedes ser víctima y, entonces, la rabia se justifica. Y a romper se ha dicho.
Ahora bien, lo que me parece un desperdicio absoluto es que, a efectos de conseguir una educación sentimental lo más pulida posible, no se sancionen adecuadamente ni por asomo esas transgresiones. Los chavales rompen y rompen y los mayores engendran pestilencia con sus quejas. Así, todos pierden. Si los unos rompiesen y los otros actuasen en consecuencia todos saldrían ganando: los unos porque aprenderían mucho antes lo que vale un peine y los otros porque, a la postre, tendrían que pagar menos desperfectos. En fin, qué mundo éste.
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