jueves, 15 de mayo de 2014

La obsesión



Uno mira a esa madre y a esa hija y no le cabe en la cabeza que, según todos los indicios, se hayan pasado los últimos cinco años obsesionadas con la idea de matar a una persona concreta. Dos ciudadanas normales, felices se diría por las apariencias y, ya ven, completamente corroídas en su interior por una idea asesina. Quizá, pienso, las personas cercanas podrían haber barruntado algo porque si hay algo que es difícil de ocultar eso son las obsesiones. Así que, es casi seguro que más de uno les habrá escuchado alusiones amenazantes o cosa por el estilo y lo habrá tomado por simples baladronadas de personas sin sustancia. Cosas que se dicen, pero que sólo se hacen una vez cada mil millones. Esa vez que, se diría, parece uno de esos argumentos imposibles de Stephen King. Imagínense a esos dos angelitos siguiendo los pasos de la otra por las calles de León a la espera de la oportunidad idónea. Obsesivas, pero frías. Sientan el golpe los que te ofendieron antes que el amago de tus iras. En fin, cosas de la condición humana que nunca deja de sorprendernos por más que todas sus manifestaciones nunca pasen de ser simples variables del puñado de actitudes que los griegos pergeñaron en sus tragedias hace ya miles de años. 

La idea obsesiva de Orestes de que tiene que matar a su madre Climtenestra y su amante Egido para vengar a su padre Agamenón. Resolver una injusticia cometiendo otra mayor. Ni Clint Eastwood puede con eso. Por eso Orestes enloquece tras cumplir el designio de su obsesión... o de los dioses como también se suele decir.  

La obsesión, quién esta libre de ella. Y hasta qué grado puede ser poderosa. Depende de su intensidad que podamos o no someterla, siquiera a intervalos, al escrutinio de la razón para intentar descabalgarla en la medida de lo posible. Si no se puede con ella y campa por sus fueros, apaga y vamos porque la vida será un tormento para el obsesivo y los que le soportan.  

De todas formas, hay que andarse con cuidado a la hora de valorar la obsesión. Porque si bien la mayoría de ellas entran en la categoría de esa enfermedad mental conocida como paranoia, es decir, que tienen una base imaginaria, también las hay que tienen una base real. La de los ruidos por ejemplo. Un ruido cualquiera, el de un motor lejano, se te mete en la cabeza, te obsesiona y no te deja vivir. La inmensa mayoría no lo oye, pero tú sí.  Entonces, ¿qué hacer? Tomarte un valiun, alejarte más del motor o... la solución leonesa: ir hasta donde está el motor y destruirle. 

En fin, ya saben que yo ando bastante obsesionado con los ladridos de los perros. Me impiden dormir la siesta. Me impiden concentrarme en mis actividades de tipo espiritual. He escrito cartas a las autoridades solicitando protección y la cosa creo que ha mejorado. Creo que me asiste la razón y me baso en que en los países de nuestro norte los perros no ladran, pero eso no quita para que me fastidie no poder sacarme de la cabeza lo que, aquí, a casi nadie molesta. Así es que me gustaría poder luchar contra este evidente flagelo sin necesitar para ello del motor que supone la obsesión, pero me siento incapaz de alcanzar esa excelencia del espíritu. 

¡Malditas obsesiones!  

No hay comentarios:

Publicar un comentario