Domingo. Surfeo sobre la ola mediática y por lo menos cien veces veo sobresalir de entre las aguas la inquietante aleta dorsal del tiburón Pablo Iglesias, digamos que junior. Me entero de que sus padres lo concibieron sobre la lápida de la tumba de Pablo Iglesias senior en el cementerio civil de Madrid. Enternecedor. Recuerda mucho a lo del Conde Duque de Olivares tratando de fecundar a su esposa sobre el altar de la iglesia de la Encarnación en el mismísimo acto de la consagración de la santísima hostia. Se diría que los medios nos quieren hacer creer que este país no cambia. Pero no cuela. Ese nuevo tiburón es de cartón piedra y sólo a los idiotas inquieta. El resto, ni tumbas ni altares, en la cama de su casa y, luego, con las energías sobrantes, a segregar endorfinas corriendo por las calles temporalmente liberadas de coches de la ciudad.
Domingo. Tarde. Recorro calles y parques de la ciudad. No estaban como decía Baroja, que las consideraba el paradigma de la tristeza. Todo lo contrario, relajo, bienestar, alegrías. Las terrazas y tiendas del centro a rebosar. Los bancos y césped de El Retiro como en los cuadros de los impresionistas. Déjeuner sur l´herbe.
Lunes. Juan Carlos I pasa el testigo a su hijo Felipe. Por las ventanas del patio se escapan los desgañites de los tertulianos. Me los cepillaba a todos para regenerar si no la especie sí la comprensión lectora de los españoles. Por lo demás, grosso modo, pese a quien pese, todo va como la seda, como quizá nunca fue. Y el sol brilla y la bolsa sube.
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