Posando para la Historia después de haberse repartido el mundo
El río como metáfora de la vida. El Ebro, apenas dejar el pantáno que es su primera infancia, en la cuna como quien dice, justo al lado de Reinosa, vive una niñez sosegada mientras se descuelga con suaves cincunloquios por Valderredible, todavía provincia de Santander. De pronto, al entrar en tierras burgalesas, por Orbaneja o así, es como si le hubiesen estallado las hormonas de la pubertad, cuando la vida se retuerce torturadamente buscando una salida hacia las llanuras de la madurez. A juzgar por los resultados, le debió de costar muchos millones de años tallar aquellos roquedales antes de culminar su intento. La verdad es que resultaría difícil imaginar como llegó a conseguirlo si no fuese porque sabemos hasta que punto el tesón puede obrar maravillas. Ayer fuimos a verlas.
Es lo que tiene ir con los amigos que uno se lo traga todo y ni se entera del cansancio. Siempre bordeando el río, subimos y bajamos riscos buscando los pasos para salvar los farallones. Desde Cidad a Tudanca por la derecha y de Tudanca a Cidad por la izquierda, corriente abajo. Uno, ya va para el siglo que viene haciendo estas cosas y curiosamente siguen teniendo su encanto. Para mí que más que por el contacto con la naturaleza salvaje, que ya se repite cansinamente, tiene que ser por la compañía de los proscritos. Porque, no me engaño, todas estas excursiones me remiten instintivamente a Guillermo y los Proscritos. A la amistad adolescente que neutraliza todas las penalidades propias del adolecer.
La naturaleza en estado puro, sí, ¿y qué? Son sólo sus caprichos los que nos sorprenden. Supongo que para el que sepa leer en su libró serán episodios vulgares. Obra del Dios Azar en cualquier caso a quién ya es imposible reconocerle más mérito porque lo tiene infinito. Sin embargo, llegas a Tudanca y ves aquella pradera entre el pueblo y el río, y aquellos chopos viejos dando sombra a las mesas de la taberna... es la mano acertada del hombre, un prodigio que merece admiración. Lástima que el tabernero no estuviese por la labor de restaurar a unos proscritos. Una bolsa de patatas y un bote de aceitunas y allí os las apañéis. También, supongo, hay cierta grandeza en eso.
A veces, en la exaltación del momento, tendemos a pensar que el paraíso pudiera ser algo parecido a esas praderas junto al río bordeadas por chopos dorados. Pero las sombras se alargan y es hora de partir. Será, simplemente, otro día para el recuerdo. Días de proscritos. De amistad adolescente, que ya digo, es la única que salva.
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