Barcelona, la ciudad de las barbas, reza el titular del que se conoce como órgano de la burguesía catalana. Barcelona, la capital de la moda en definitiva.
Desde que empecé a pensar, a muy avanzada edad por cierto, siempre he querido encontrar los tres pies al gato de la moda. Me fascina el subject. Claro, si hubiese querido podría haber leído la abundante literatura sobre el asunto que las esforzadas legiones de psico-sociólogos han tenido a bien producir, pero mi natural narcisismo me ha impulsado siempre a arreglármelas por mi cuenta en las cuestiones meramente especulativas. Así es que he llegado a ciertas conclusiones que en absoluto considero definitivas, faltaría más.
Supongamos que a alguien le da por hacer algo que no se estila. Por lo que sea. Porque con ello gana en comodidad, por parecerle más racional o, simplemente, lo más frecuente quizá, por esa agobiante necesidad que tienen los humanos de diferenciarse de sus congéneres. Entonces, puede que por casualidad suene la flauta y ese algo que no se estila tenga visos de originalidad, de agradable a la vista, de incitador a la emulación. Y que uno que pasaba por allí y lo ve vaya y piense que él también quiere uno de esos. Para diferenciarse, claro. Y ya van dos. Dos para ser observados por otros que pasan. Pronto serán cuatro. Luego dieciseis... que la progresión sea geométrica o exponencial dependerá de variables a investigar.
Me explico. Sería el año ochenta o así del siglo pasado cuando a causa de mi amor por la trashumancia doméstica me vi viviendo en San Sebastián. Fue mi primera experiencia en la vida con la soledad total. No conocía a absolutamente nadie en la ciudad así que podía pasear y observar a mis anchas sin miedo a la menor perturbación de tipo vampírico. Y así andaba cuando de pronto caí en la cuenta de que un adolescente llevaba una parka verde exactamente igual a la que usaban los mods en la película Quadrophenia. Me hizo gracia pero no le di más importancia. Al día siguiente ya vi a dos o tres con la misma parka. A la semana ya era escandaloso y a los quince días juraría que eran más del 90% los jóvenes que la llevaban lloviera o hiciese sol radiante. No salía de mi asombro y como, ya digo, soy muy dado a la especulación acientífica, no tardé en hilar fino.
En aquellos tiempos en San Sebastian era muy raro el atardecer en el que no hubiese que echar alguna carrera estimulado por la música de las sirenas. Los aberzales andaban a la greña con la policía y las piedras de los unos se cruzaban en el aire con las balas de goma y botes de lacrimógenos de los otros. Aquello era el caldo de cultivo perfecto para la camadería juvenil. El enemigo era incuestionable, así que con nosotros a con ellos. ¿Qué adolescente se resiste a eso? Lo demás viene todo dado, empezando por el uniforme que identifica. La dichosa parka de Quadrophenia.
Llegado a semejante conclusión no tarde en encontrar puntos flacos a la reflexión. Recordaba que cuando jóvenes, estudiantes en Valladolid, solíamos hacer chistes a propósito de la homogénea indumentaria dominical de los vascos de Bilbao. Cazadora de ante, camisa blanca, pantalones gris y boina. Zapatos no recuerdo. Era evidente que se sentían seguros dentro de la moda y no, precisamente, porque tuviesen identificado enemigo alguno. Quizá era que así se sentían vascos, cosa por la que, como todo el mundo sabe, es muy fácil estar orgulloso. Un pueblo ancestral y todo eso que los demás, por alguna razón que se me escapa, no pueden ser. En fin, como sea, el caso es que colocarse el uniforme era una buena solución para los maquetos que querían camuflar su maquetidad. Que eran la mayoría, juraría.
O sea, concluyendo, que lo que comenzó siendo afán de diferenciación, por querer de los dioses, acaba por ser la seña de identidad de la tribu, es decir, del borreguismo. Y así es que en ninguna parte cuajan con mayor virulencia las modas que en los lugares en donde predominan las personas despersonalizadas. Los borregos para que nos entendamos.
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