A estas alturas de la vida si uno se pone a hacer eso que antiguamente se llamaba examen de conciencia lo más probable es que, a pocas neuronas que conserve, se venga abajo. Afortunadamente las neuronas se destruyen a una velocidad de vértigo o, si no, algún mecanismo de supervivencia hay por ahí que se dedica a borrar del disco duro todo aquello que hicimos o dijimos en mala hora y cuyo sólo recuerdo por algún desafortunado cruce de cables produce una oleada de vergüenza que pone el corazón al borde del colapso. De hecho, estoy convencido de que muchos de esos súbitos heart attack que sufren inesperadamente ciertas personas no tienen otra etiología que la caprichosa incursión en la conciencia de alguno de sus recuerdos odiosos, es decir, de los que renuevan ya sea el sentimiento de culpabilidad por el mal que hicimos, ya sea la conciencia de la propia estupidez por la pata que metimos.
El caso es que si pusiese una encima de otra las horas que he pasado a lo largo de la vida hablando con unos y con otros de lo corruptos que son estos, lo inútiles que son aquellos, que seguramente algo de verdad había, el montón no se si llegaría al cielo, pero bien seguro que me habría dado, caso de haberlas aprovechado, para siete doctorados o cosa por el estilo. Todo lo cual me debe hacer suponer que cuando yo no estaba presente, en no pocas ocasiones habré sido el centro de las críticas, fundadas unas y maledicentes otras, que aquí nadie se libra, tanto por haber dado motivos como por haber suscitado envidias.
Así es que los unos por los otros, y como siempre es por la espalda, la bola sigue rodando porque nadie se entera de que forma parte del tinglado. Y así, todo lo que beneficia, o entretiene, lo damos por bueno y Santas Pascuas... hasta que lo hace el vecino, sentimos sus consecuencias y el dilema se plantea: ¿aguantar? ¿denunciar? Ninguna de las dos. Simplemente, criticarle a sus espaldas a modo de reconocimiento de la propia impotencia. Es lo que tiene un pasado poco honroso que nos hace cobardes.
No sé cómo seguir con este sermón que me dirijo a mí mismo porque ya me oigo como quién oye llover. Sin duda soy irrecuperable. A D. G.
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