Un pequeño detalle que tomado por según qué lado puede tener hasta su gracia, pero mucho me temo que también entre a formar parte de ese ramillete de nimiedades soltadas al tresbolillo y que a la larga llegan a constituir todo un corpus cultural con el que luego se va por la vida con esa seguridad que hace innecesario mirar a los lados y mucho menos lo que se va dejando por detrás.
Uno piensa un poco y cae en la cuenta de que ha sido educado a golpe de nimiedades como la mentada. En casa. En el colegio. Aquel cura pánfilo, el Hermano Caraculo, diciéndole a Florentino con voz impostada para que todos nos enterásemos bien: Florentino, en tus condiciones... no sé cómo te atreves. Florentino no era más travieso que cualquiera, pero era hijo de un guardagujas del tren de la Robla por la parte de Valderredible. Y algún perverso había filtrado a la opinión infantil que estaba en el colegio en condición de becado. De hecho había compañeros que le llamaban con muy mala baba Pinchagujas. Era aquella una forma continua de machacarnos con la idea de que rich, o big, es better. No por nada, claro está, sino porque concede derechos. Incluso el de hacer travesuras.
Bien es verdad que en el colegio se trataba también de trasmitir una cierta idea de la excelencia. Todos los sábados venía el director a repartir las notas y nos hacían poner en fila por orden de mejor a peor. Y, entonces, otra vez se imponía la realidad. A excepción de algún hijo de universitario, muy escasos por aquel entonces, todos los primeros puestos los copaban los niños del Sardinero, los ricos. No era cuestión de favoritismos. Era que esos niños tenían en casa institutrices y profesores particulares. Se lo curraban. Eran mejores. Y no te digo nada cuando llegaba el Domunt y había que hacer saltar los termómetros para ganar el concurso de donantes. Caraculo ponía voz untuosa y declaraba conmovido las astronómicas cifras que aportaban aquellos niños. No los nombraba pero por los gestos que hacía y cómo les miraba todos sabíamos a quienes se estaba refiriendo.
Son los pequeños detalles con los que se van forjando los caracteres. Porque las cosas feas que pasan no son porque sí. Son el producto de un machaque subliminal sobre lo que merece y no merece la pena. De como se puede sacar más por menos. De la irrelevancia del saber frente al tener. De la invisivilidad del otro cuando supone un obstáculo a mis diversiones... en fin, para enumerar y no parar. Y eso por no hablar de la forja del espíritu de revancha de todos los Pinchagujas que en el mundo son y han sido. De lo más humano.
Son todos esos principios encanallados que están en el origen de esa corrupción en sabana que nos abarca a casi todos. Mala educación, simplemente, a veces. Maldad intrínseca y demoledora, otras. Irresponsabilidad, casi siempre. Idiotez, para dar y tomar.
Y, sin embargo, la máquina va. Y bastante bien, por cierto. Luego Dios existe.
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