lunes, 5 de enero de 2015

Adrenalina



Ayer por la tarde, ajeno como estaba a todas las sevicias de la coyuntura navideña, me llegué dando un paseo hasta el centro de la ciudad. Por la corniche había la animación normal de un soleado domingo de invierno, pero, a medida que avanzaba, la densidad iba creciendo y, ya en el centro, era tanta que temí que aquello se pudiera solidificar dejándome allí atrapado para siempre. Me dí la vuelta en busca de una parada de autobús. No tarde en encontrarla, eso sí, completamente abarrotada. Pensé en hacer la vuelta andando, pero estaba tan cansado y deprimido que decidí resistir. Mientras esperaba a pie firme, como media hora o así, contemplaba absorto el interminable río de coches que anegaba casi todo el espacio que podía abarcar con mi mirada. ¡Leches, qué nivel!, pensé, esto parece Lagos, Nigeria, o cosa por el estilo. La subida al autobús, indescriptible. Gratis por la cosa navideña. Luego, dentro, en apretado hacinamiento, la gran bagarre a causa del indebido uso que se estaba haciendo de los asientos para discapacitados. La verdad, me dije, no sé qué coño carajo pintamos los discapacitados en medio de la fiesta. Quedáramosnos en casa y sería bien pa tos empezando por nos. 

Me bajé del bus y entré en la urbanización. Había tantos coches que apenas se podía transitar. Lo nunca visto. Y, además, qué coches. Se nota a las claras que la gente se ha tomado lo del fin de la crisis al pie de la letra. Han corrido todos a la concesionaria más próxima a comprarse el coche más grande. Ahora ya sólo nos queda pararnos a observar lo que dura la alegría en casa del pobre. Lo que dura dura como dice el chiste. Porque es inevitable que tanta exuberancia no acabe en estrangulamiento. Y decían que lo de la crisis serviría para hacer a la gente más sensata. ¡Ja!

En casita ya, me hice un burrito de espinacas, abrí una mahou, me repanchigué en la mecedora ikea y conecté el ASTRA. Mientras cenaba me tragué un trozo de Les aventures culinaires de Sarah Wiener dans les Alpes y acto seguido, justo cuando ya degustaba el chocolate, empezó Los cañones de Navarone. Me quedé clavao. Tengo que reconocer que donde esté una buena película de aventuras que se quiten todos los Lars von Trier y demás gurús metafísicos empeñados en desvelarnos los demonios que nos estructuran el ego. 

Como en Lawrence de Arabia que les decía el otro día, los protagonistas de estas películas son seres que tienen poco de humanos. Por así decirlo, son fáusticos. Porque sólo desde la perspectiva de un pacto con el diablo puede uno concebir que se produzcan tal cúmulo de coincidencias como para hacer posible llevar a buen puerto el propósito inicial. Es algo puramente infantil en su estructura. Surgen uno tras otro contratiempos sin aparente salida. Pero en eso consiste la tarea del héroe, en encontrar las grietas del sistema más cerrado que se pueda concebir y colarse por ellas. ¿A ver cómo salen de está? Y hay está la templanza de Gregory Peck, la clarividencia de David Niven, la marrullería de Anthony Quinn, para resolverlo. La dificultad, en todo caso, es dar verosimilitud a los personajes. Y eso, semejantes vacas sagradas lo consiguen sin aparente esfuerzo. La apoteosis final está cantada desde el principio, pero no importa porque cada uno de los tiempos de la sinfonía tiene suficiente entidad como para sorber el seso al más exigente de los espectadores. Imposible no quedar exhausto después de tanta adrenalina segregada por delegación. 

En fin, con esto y un bizcocho, mañana acaba la ordalía. ¡Feliz salida!

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