lunes, 19 de enero de 2015

Rumbo al norte



Ayer, a primera hora de la tarde me vi en la tesitura de tener que hacer tiempo por el centro de la ciudad. Como caían chuzos, en vez de pasear que es lo mío, opté por buscar un lugar donde poder acomodarme. Sentado, con un té, mirando ora por la ventana, ora al kindle, me las prometía felices el tiempo que me quedaba para la cita. Así fue que entré en el Suizo. No pude avanzar ni dos metros y eso que estaba medio vacío. Recordé al instante que tienen fama las paellas que hacen los domingos allí. No es que fuese nauseabundo, pero ese intenso olor de las comidas sazonadas con grasas saturadas justo después de haber comido, a mí, personalmente, me revuelve las tripas. Es algo que me viene de cuando de estudiante en Valladolid tenía que transitar por los pasillos del antiguo Hospital Clínico. Hubiesen tenido ustedes que soportar aquel olor a medio berza cocida, medio formol y hubiesen quedado marcados para los restos como yo lo estoy. Por no hablar de si se les hubiese ocurrido ir de paseo por las orillas del Tormes a la altura de Villamayor. Justo allí hay un chamizo en el que tratan los residuos grasos de las matanzas, que en Salamanca ni les digo las que se hacen, para convertirlos en la sustancia que da sabor y consistencia a las galletas que se fabrican en media España. Pues bien, si el día está sereno, no hay quién respire en dos kilómetros a la redonda. En fin, lo del Suizo no es para tanto, pero cuenta tenida de que debe de haber bogavantes por medio, no es aconsejable dejarse caer por allí a la hora de la sobremesa los domingos. 

Total que me decidí por el Fripsia que está allí al lado. Justo me había sentado y pedido cuando caí en la cuenta de que aquello era insoportable. Había sólo dos o tres mesas ocupadas pero el ingente despliegue de pantallas emitía fútbol a todo volumen y, para mayor regocijo de no sé quién, con el predominio de los graves. Me retumbaba el tórax como en un concierto de los Sex Pistols. Le pedí clemencia al camarero, pero fue en vano. Me dijo que a la gente le gustaba así. ¿A qué gente? Pues a la gente. Pues hasta más ver. Pagué y me fui. Bajo una lluvia casi torrencial crucé la plaza y entré en el Pombo. Allí el problema era un grupo de unos diez veinteañeros que departían en una esquina. Si Esténtor era capaz de meter el ruido de cincuenta, estos diez, si no de quinientos si por lo menos de cuatrocientos cincuenta. Bebí el te y salí zumbando rumbo a lo desconocido. 

En realidad nada de lo que sorprenderse, son nuestras más relumbrantes señas de identidad, pensaba cuando miraba por la ventana empañada del autobús. Somos un pueblo dionisiaco, o sea, que, como decía Erasmo, o bebes o te vas. También nos lo dejó claro Eurípides en sus Bacantes, pero no voy a entrar en detalles. En fin, da igual, porque ni es alegría todo lo que mete ruido ni está uno tan sólo en sus apreciaciones. Y lo digo porque andaba yo hace un rato aprovechando el lapsus entre chaparrón y chaparrón para estirar un poco las piernas cuando de pronto mi vista ha caído sobre un cartelito que había en un parterre del Parque del Dr. Mesones. Monumento a los que hablan en voz baja. Santander creativa, etc., etc., rezaba su leyenda. Un monumento minimalista, bien sure, como debieran ser todos los fabricados con dinero público. Ahora sólo falta que cumpla su función de pedagogía de valores. Con una sola persona que se fije en él cada día ya irá rodando la bola. Y saben lo que eso significa... cada vez más al Norte.   

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