Total que me decidí por el Fripsia que está allí al lado. Justo me había sentado y pedido cuando caí en la cuenta de que aquello era insoportable. Había sólo dos o tres mesas ocupadas pero el ingente despliegue de pantallas emitía fútbol a todo volumen y, para mayor regocijo de no sé quién, con el predominio de los graves. Me retumbaba el tórax como en un concierto de los Sex Pistols. Le pedí clemencia al camarero, pero fue en vano. Me dijo que a la gente le gustaba así. ¿A qué gente? Pues a la gente. Pues hasta más ver. Pagué y me fui. Bajo una lluvia casi torrencial crucé la plaza y entré en el Pombo. Allí el problema era un grupo de unos diez veinteañeros que departían en una esquina. Si Esténtor era capaz de meter el ruido de cincuenta, estos diez, si no de quinientos si por lo menos de cuatrocientos cincuenta. Bebí el te y salí zumbando rumbo a lo desconocido.
En realidad nada de lo que sorprenderse, son nuestras más relumbrantes señas de identidad, pensaba cuando miraba por la ventana empañada del autobús. Somos un pueblo dionisiaco, o sea, que, como decía Erasmo, o bebes o te vas. También nos lo dejó claro Eurípides en sus Bacantes, pero no voy a entrar en detalles. En fin, da igual, porque ni es alegría todo lo que mete ruido ni está uno tan sólo en sus apreciaciones. Y lo digo porque andaba yo hace un rato aprovechando el lapsus entre chaparrón y chaparrón para estirar un poco las piernas cuando de pronto mi vista ha caído sobre un cartelito que había en un parterre del Parque del Dr. Mesones. Monumento a los que hablan en voz baja. Santander creativa, etc., etc., rezaba su leyenda. Un monumento minimalista, bien sure, como debieran ser todos los fabricados con dinero público. Ahora sólo falta que cumpla su función de pedagogía de valores. Con una sola persona que se fije en él cada día ya irá rodando la bola. Y saben lo que eso significa... cada vez más al Norte.
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