El caso es que nuestro José Antonio, como buen teórico de provincias, basa su argumentación con un bombardeo inmisericorde de nombres propios. Este dice tal, el otro dice cual, como en un intento de matizar lo que no es más que habas contadas: o estás todo el día machacando a la gente con la necesidad de tener en cuenta a el otro o automáticamente se olvidará de que existe y tratará de tirar por la vereda más fácil y rentable para él caiga quién caiga.
Así que, para mí no hay otra, tiene que machacar todo quisque a todo quisque. En la familia donde más, por supuesto. Después, en la escuela, en absolutamente todas las actividades que allí se desarrollan sin que se precise una específica dedicada a tal efecto. No hablemos ya de la vida vecinal en la que se suele dar un concepto de la tolerancia rayano en la imbecilidad con tal de llevarse bien con todos a costa de soportar un incivismo asesino que instala al personal en la queja que no cesa. Por no hablar, claro está, de la pedagogía de las buenas costumbres que se supone es deber de todas y cada una de las personas que tienen algún tipo de autoridad sobre otras. Y, luego, la madre de todos los corderos éticos, la policía en el amplio sentido de la palabra; sin ella y su capacidad de sancionar el fiasco, apaga y vamos... y no por nada sino porque hasta la más santa y justa de todas las personas tiene sus momentos de flaqueza y sólo el miedo a las consecuencias de sus deslices les puede contener.
Así que ya está bien de dar la tabarra. De la República de Platón para acá nadie ha dicho nada nuevo que merezca la pena a efectos educativos. Educación espartana y ¿qué más? La verdad, no se me ocurre nada.
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