El caso es que es innegable que para transitar por la vida con cierta seguridad necesitamos un buen taco de creencias para que den sustento a nuestras reacciones ante las situaciones mas cotidianas de la vida. Lo que es correcto o incorrecto, permisible o detestable, loable o denigrable, cada cual tiene su particular escala. Porque cualquiera comprenderá que no nos podemos parar a reflexionar cada vez que la vida nos exige una reacción más o menos inmediata.
A partir de semejante premisa, lo que conviene preguntarse es cómo construye cada cual su paquete de creencias, su escala de valores, sus mecanismos de respuesta. Y qué papel juega en esa construcción ya sea la fe ya sea la razón... que no se crean que resulta fácil diferenciar tantas y tantas veces lo que es de Dios de lo que es del Cesar.
Quizá la forma más fiable de verificar lo que de razón o fe tienen nuestras creencias sería atender al grado de conmoción interior que nos produce que alguien nos las contradiga. Nadie se ofenderá, por ejemplo, porque le digan que lo de que la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa es una chorrada. Simplemente, pensará que es un ignorante al que no merece la pena responder. Pero, ¡ay! si según a quién le dices que no crees en Dios, te pude costar la vida. Sin duda hay una relación inversamente proporcional entre la violencia de la reacción y la racionalidad de la creencia cuestionada. Cuando la fragilidad es crónica hay que ser radical en la protección so pena de desmoronamiento. Es como cuando tienes una bronquitis crónica que una simple corriente de aire o una cierta tensión emocional te arrastran irremisiblemente hacia la UVI. De ahí que sea tan importante dejar de fumar, no es por nada.
Dejar de fumar o, en lo que ahora nos ocupa, de creer. Una cuestión fundamentalmente peliaguda. Porque cómo discierno yo en la mayoría de mis creencias lo que le deben a la fe y lo que le deben a la razón. Por ahí hay que empezar e ir expurgando aquellas en las que la matriz fe es ineluctable. De esta forma ya nos habremos sacado de encima una losa que nos hará parecer menos tontos de lo que parecíamos. Después, para seguir avanzando por el difícil camino del enriquecimiento interior nos debemos confrontar con aquellas creencias de dudosa procedencia. ¿Me puedo yo fiar, por ejemplo, de mi experiencia para construir una convicción? Según la dimensión de esa experiencia, supongo. Y aquí tenemos otra de las grandes contradicciones de la vida, que cuanto mayor es la experiencia que tienes de algo más escéptico te sueles mostrar respecto a la pretensión de abarcar ese algo. Así que lo recomendable, sostendría yo, sería aplicar por sistema el beneficio de la duda a todas las creencias de dudosa procedencia, con lo que, seguramente, no sólo dejaríamos de parecer tontos sino que hasta, alomejó, parecíamos algo listos.
Expurgar unas, dudar en las otras y sustentarse con firmeza en las que se basan en la ciencia. El problema es que eso, por razones obvias, nada une más que la ficción, suele condenar al ostracismo. ¿Pero quién dijo que el ostracismo sea aburrido?
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