Pessoa era un tipo que se había organizado la vida de forma casi milimétrica. Lo tenía todo previsto. No tenía que dar cuentas ni compaginar nada con nadie que no fuese el jefe del anodino trabajo que se había buscado a cuatro manzanas de sus habitaciones que, por supuesto, eran alquiladas. Comía siempre en el mismo restaurante servido por el mismo camarero que le conocía tanto que un día que dejó la botella de vino medio llena le dijo al despedirse: "que usted se mejore don Fernando". Ni por asomo se le ocurría salir de Lisboa si no era para cumplir un mandado de su jefe y, eso, sin pasar nunca más allá de Cascaes o Sintra. O sea, en definitiva, que detestaba complicarse la vida con cosas prescindibles y obraba en consecuencia. Y, sin embargo, paradojas de la vida, vivía en un estado de continuo desasosiego.
Tan es así que, seguramente para aliviarse de esa emoción tan inquietante, se puso a escribir todo lo que se le pasaba por la cabeza y, de resultas de lo cual, hoy el mundo tiene a su disposición uno de los libros que, en mi opinión, está entre los cien o mil mejores de toda la literatura mundial... lo que ya es decir. Lo tituló "Crónicas del desasosiego". Seguramente para que nadie se llamase a engaño, porque esa es la cuestión y la madre de todos los procesos creativos: el desasosiego, ese malestar interno indefinido pero persistente que sólo se apaga con la acción, es decir, haciendo algo.
Y ahí es donde tenemos un motivo de profunda controversia, porque es evidente que cada cual tiene su muy particular forma de entender lo que es "hacer algo". Hacer algo, no hace falta recordarlo, que sirva para aliviar el desasosiego.
Porque ese es el caso y, añadiría, la tragedia del asunto, que parece ser que, aquí, todo sirve para el convento. Tan es así, que ponerse a reflexionar al respecto es uno de los temas tabús que ningún medio de comunicación o intelectual orgánico se atrevería a romper. Siempre argumentarán que eso es muy complicado porque siempre hay alguien que sale ofendido, cuando no perjudicado.
Pues bien, con eso tenemos que vivir, con la gente de alrededor nuestro tratando de aliviar su desasosiego por el mejor procedimiento que Dios le dé a entender. Y, claro, no queda más remedio que aceptarlo aunque ello, las más de las veces, sea a costa de aumentar el propio desasosiego. ¡Ay, pluguiera a Dios que se pusiese de moda aliviarse como lo hiciera Pessoa! Es decir, con el refinamiento que proporciona una educación esmerada. O sea, sin dar la tabarra.
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