Bien es verdad que uno se monta en esos artilugios infernales como quien se bebe un vaso de agua, es decir, sin la menor conciencia de estar haciendo algo extraordinario que entraña los riegos que se le suponen a todo lo que pretende ensanchar los horizontes de la física. Por mucho que se amplíe el radio de las curvas, la propensión a salirse por la tangente siempre será una función, entre otras cosas, de la velocidad. Imagínense por un momento la inercia de un porrón de toneladas lanzadas a más de doscientos kilómetros por hora. Y ustedes, dentro del engendro. Para echarse a temblar.
Así es que sentado en mi butaca, de vez en cuando levanto la vista del kindle y miro por la ventanilla. Es entonces cuando, percatado de cuan fugaz es el paisaje, caigo en la cuenta de mi real situación y elevo una plegaria a los dioses suplicándoles me lleven a buen puerto. Porque es que, sólo con pensar en los miles, o millones, de pequeñas piececitas que tienen que estar perfectamente sincronizadas para que todo funcione... sin duda tiene que haber en ello una mano casi divina a la que se debe rendir culto.
Quizá les parezca que todo esto que les estoy diciendo sale de una mente carcomida por la superstición, pero no creo que sea así. Simplemente es el respeto nacido de la convicción de que robar el fuego a los dioses no es algo que salga gratis. Tarde o temprano tendrás que pagar el correspondiente peaje de víctimas. Y eso es lo malo, que solemos olvidarlo.
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