En cualquier caso, ponerse a los setenta años a teorizar sobre el sexo es cuanto menos una osadía. Porque ya, por muy verde que se sea, la necesidad aprieta muy poco si es que aprieta. Sin embargo, osadía o no, me voy a atrever a aventurar algo al respecto porque siempre es interesante dar vueltas a los asuntos supuestamente sin enmienda por ver si se les encuentra un resquicio que apunte a su esclarecimiento. Y es que después de haber leído al maestro de maestros de estas lides, Monsieur Houllebecq, uno ha empezado a dudar muy mucho sobre las verdaderas motivaciones de las muchas tonterías que uno ha hecho a lo largo de esta vida con las mujeres como escusa.
Porque vamos a ver, ¿era cuestión de hormonas o, si quieren, de una subterránea pulsión incontrolable de reproducirse lo me impulsaba a correr tras la primera falda que se me cruzase? Empiezo a dudarlo. Para mí que tenía que haber otras cosas que, seguramente, estaban relacionadas con ese espinoso asunto del narcisismo o, si quieren, con la autoestima. Tratar, en definitiva, de apuntalar una inseguridad congénita por el fácil método de emular al jefe de una manada de cérvidos. Porque de cualquiera es conocido el prestigio que esa actitud proporciona en amplias capas de la sociedad. Cuantas más piezas en el morral con más respeto te tratan. Ese es el cuento.
Lo que pasa es que ahora toda esa superestructura mental se ha venido abajo. El follar como un mono desde muy temprana edad es, según parece, lo común. Y, claro, para que algo prestigie es condición indispensable que esté al alcance de unos pocos. Así es que a quoi bon complicarse la vida a cambio sólo de una pequeña descarga placentera. No, mira tío, mejor me la casco sí me veo en aprietos. Porque es que, además, ya ni siquiera queda el placer que se pudiera derivar del arte de seducir. Ahora, según dicen, todo es un "ponte bien y estate quieta, o quieto" y ya está todo conseguido.
Resumiendo, que uno comprende perfectamente que cada vez más gente se apunte a la tendencia ameba. Motivos los hay a montones y quizá sólo se necesite una mediana inteligencia para poder evaluarlos. No sé, pero me aventuraría a augurar un exitoso futuro a la tendencia de marras.
Decía uno que cuando tienes veinte años es lo guapo que eres; con treinta, el dinero que tienes y con cuarenta, lo que sabes. Creo que en la juventud los impulsos nos mueven más que nada en esto, pero cuando uno llega a la madurez posiblemente esa búsqueda de pareja tiene más que ver con el reflejo adquirido, y en eso, como en otras cosas, Platón hizo más mal del que nos damos cuenta, porque asumimos desde la infancia esa idea de que la felicidad solo está en compañía, y más aun en compañía de una persona particular.
ResponderEliminarAhora nos dicen los que saben que la estructura del cerebro masculino y del femenino es diferente. Cuando me junto dos veces al año en Tokio con mis compañeras de Salamanca cada fin de curso, ellas acaban, inevitablemente, dándose un homenaje en la tienda de Sibila de Ikebukuro; alguna vez las he acompañado, pero ahora las dejo solas y me voy a callejear al barrio de librerías de Kanda. Conozco a pocos hombres de mi generación -aunque alguno hay- que disfruten probándose trapos en sus ratos de ocio. En Kanda rara vez veo mujeres.
Sí, lo de ir de tiendas con mujeres quizá sea la mayor tortura que se puede concebir. Sí las autoridades amenazasen con eso se acabaría la delincuencia masculina porque la cárcel, incluso con trabajos forzados, pecata minuta.
Eliminar