Ayer, a la caída de la tarde, salimos a pasear por el barrio. Me dijeron que por allí estaba el edificio de la Casa de Cantabria y contesté que me gustaría verlo. No tardamos en llegar. Mucha col para tan pequeño caracol, pensé nada más verlo. Recuerda, cómo no, a una de esas casonas montañesas con las que los indianos pretendían sacarse la mugre acumulada allende los mares. Algunos, sin duda, lo consiguieron. Y, en general, pocas cosas gozan de mayor prestigio en la comunidad que de soltera fue Santander, de casada, Infinita, y con la crisis, Gran Reserva, que esas casonas para no dormir.
Estábamos allí delante, mirando y comentado, cuando, sin saber como ni de donde habían salido, se nos acercaron dos señoras, muy amables ellas, a cantarnos las excelencias del lugar y, también, por qué no, sus miserias. El Gobierno de Cantabria, la Caja de Ahorros de Cantabria, ya saben, no cumplen sus compromisos. ¡Ay, con lo que pudiera ser esto si...!
Me acordé entonces de las veces que acudí a las reuniones conspirativas que se celebraban en la Casa de Castilla y León de Barcelona. Bueno, no fueron baldías, que de aquellas y otras similares salió lo que luego sería el partido político Ciudadanos. Pero lo bueno, y a donde quería llegar, es que con la Casa de Cantabria de Madrid, se podrían financiar unas mil, o quizá cien mil, casas de Castilla y León como la que les comento en Barcelona, que estaba en la trastienda de un bar cutre de Pueblo Seco. La verdad, no me parece justo ni de recibo.
También recuerdo la casa de Extremadura, en un primer piso de La Puerta del Ángel. Con su vitrina a la entrada llena de fotografías y homenajes a Porrinas de Badajoz. Aquello era un oasis en mitad de la Ciudad Condal, a resguardo de todo el disgusto que allí generan las cosas de la identidad. En aquel tabernáculo a nadie le pedían credenciales y, si en estando dentro, a alguien le apetecía fumar sustancias hilarantes nadie osaba ponerle trabas. De hecho, a la mayoría de la clientela le apetecía y por eso era en gran parte, supongo, lo agradable del ambiente.
En fin, esos son, más o menos, mis recuerdos a propósito de casas regionales. Lugares con un cierto aire, o ventosidad si mejor quieren, del lugar que les da cobertura legal y, acaso, si hay suerte, alguna subvencioncilla con motivo de la ocasional visita de algún preboste de por allá. Tretas todas ellas de tabernero avispado para procurarse una clientela de desplazados nostálgicos. Un negocio particular, en definitiva, como otro cualquiera.
Pero esto de la Casa De Cantabria, ¡madre mía! ¡pues menudo somos los cántabros! La cosa va por el lado que le dicen cultural. Como un Instituto Goethe o algo así. Y con las cuotas de los socios por toda aportación pecuniaria. Tiene su mérito la cosa . Aunque con la crisis y tal han sido muchas las bajas, porque, además, según me cuentan, con motivo de haber dejado los del bar de servir cocido montañés a precio de menú popular -no les salía a cuenta por lo visto- muchos socios han pensado que a ellos tampoco les salía a cuenta seguir pagando la cuota, porque lo de la cultura y tal, sí, está muy bien, pero donde esté un cocido... total, que no es extraño que aquellas señorinas anduviesen por la calle a la caza del adepto.
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